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The Clash

Veinte años han tardado The Clash en ofrecernos un disco en directo. En su caso, este retraso les honra. Publicado en vida del grupo, “From Here To Eternity” (Sony) hubiera significado una muestra del tipo de argucia capitalista que ellos despreciaban, un accesorio innecesario para una banda cuya imaginación se desparramaba a lo largo de las seis caras de un triple elepé. “Sandinista” (1980) se llamaba el artefacto en cuestión, y marcaba su eclosión tras una carrera que se había iniciado con un debut que fundía socialismo y punk (“The Clash”, 1977), había proseguido con un segundo elepé donde asomaban sus raíces rock (“Give 'Em Enough Rope”, 1978), y culminado en un expansivo doble álbum que ya es historia (“London Calling”, 1979), en mi opinión, una de las mejores y más influyentes colecciones rock de los 80. Habían pasado de terroristas disciplinados a esclavos de su propia mitología en tan sólo cuatro años, lo demostraba aquel opíparo pero a ratos indigesto festín dedicado a la guerrilla nicaragüense. Uno sigue defendiéndolo como defiende otros excesos -tres discos por el precio de uno: a caballo regalado..-, pero comprende que, en “Sandinista”, tocaron techo The Clash. A nivel creativo y personal. Luego se devaluaron ante los que habíamos entrado en la veintena gozando de su hospitalaria “punky-reggae-rock'n'roll party”. Porque lo que ellos hacían unía a la gente, no la segregaba por sectas; era un punto de encuentro multicolor, el idóneo combustible para noches gélidas y tórridas por igual. Entristece pensar que las nuevas generaciones hayan tenido que conformarse con Manic Street Preachers y Rancid, pero así son las cosas.

Escuchando el explosivo concierto virtual que es “From Here To Eternity” -hecho de retales pero cohesionado, grabado entre Londres, Boston y Nueva York, 1978/82- se agolpan los recuerdos en la memoria. Recuerdos no de tiempos mejores, únicamente más simples e ingenuos; tiempos que esta música capturó con encomiable entereza y ajustado eclecticismo. El contagioso, bronco sonido que le ha sacado a estas cintas Bill Price -su ingeniero de siempre- garantiza una escucha adictiva, la secuencia de temas trazando un perfecto retrato cronológico y artístico. Aquí conviven los punks políticamente comprometidos con los ídolos de alma esquiva, los creadores adictos al riesgo con los figurines presos de su estereotipo; cuatro músicos que supieron encajar entre ellos tanto como absorber todo aquello que les arrojaba el entorno. Su hoy arquetípica saga acabó donde tenía que acabar, allí por el transitorio “Combat Rock” (1982), y no estuvo exenta de los lugares comunes del rock -heroína, egocentrismo, petulancia, estupidez-, pero tales aspectos parecen insignificantes cuando atronan de corrido estas diecisiete selecciones, de “Complete Control” a “Straight to hell”. Un disco en directo que logra superar algunas de las tomas originales -aquí lo consiguen en “Capital radio” y “Train in vain”- no puede ser una vulgaridad.

Inoportunamente, Joe Strummer ha decidido relanzar su carrera al mismo tiempo que se promociona esta retrospectiva. Lo que pone en un aprieto a “Rock Art And The X-Ray Style” (Mercury), álbum cálido y colorista cuyo único nexo con el pasado es la voz del protagonista y ese halo internacionalista que le hizo el más viajero de los miembros de The Clash. Strummer ya perdía el culo por los aromas lejanos antes de que se inventara el epíteto “world music”, y esta nueva entrega podría redimirle de una extraviada trayectoria en solitario. Ni su proyecto Latino Rockabilly War, ni su paso como músico y productor por The Pogues, causaron admiración. El peso del mito era demasiado oneroso y él parecía satisfecho viviendo en retaguardia. No es que este nuevo disco vaya a cambiar las cosas, pero sí ofrece diez nuevos temas donde saboreamos rock'n'roll de talla, aires étnicos, pellizcos contemporáneos y una tendencia a los medios tiempos que refleja madurez.

Dado el actual estado del pop, tampoco inquieta que nada en el álbum -ni siquiera los singles “Yalla yalla” o “Techno D-Day”-, pueda tomarse como una de aquellas rotundas declaraciones de principios que hilvanaron el repertorio de su antigua banda. Pero, por lo menos, él trabaja para mantenerse en activo, como músico y también como locutor de su programa London Calling, que emite el servicio mundial de la BBC. “No debemos quedarnos sentados esperando a ver cómo se desarrollan las cosas”, sigue declarando. “Hay que atreverse y decidirse a participar”. Su nuevo álbum encierra la inspiración suficiente, que no sudoración, como para deparar algunas escuchas gratificantes -p.e. “The road to rock'n'roll” o esa amable balada final-, y se beneficia de la certidumbre que da ser fiel a uno mismo. Mientras Mick Jones tiene aparcados a Big Audio Dynamite, Paul Simonon se dedica a su primer oficio -hoy es un pintor reconocido- y Topper Headon anda en paradero desconocido, a “Dientes Podridos” le ha tocado llevar la antorcha del mito. No llamea, pero va encendida.

Texto: Ignacio Juliá (RUTA 66 Nº155) Copyright 1999, RUTA-66

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