Jacob Collier cantaba corales de Bach en família y eso debe imprimir carácter. También, cuando tenía solo 10 años, actuaba en películas y participaba como cantante en «la Flauta Mágica» de Mozart o «Otra vuelta de tuerca» de Benjamin Britten.

Con veintitrés, llena la sala Apolo de público que canta a coro, con voces angelicales, una «Blackbird» deconstruida. También toca la batería, los teclados, la guitarra acústica, el bajo eléctrico, el contrabajo y el piano de cola, con enorme talento.

Un teclado controlador le sirve para multiplicar, modular y hacer cualquier cosa con su voz, lo que le convierte virtualmente en un hombre orquesta, hasta el punto que complica la tarea del fotógrafo que, cuando consigue apuntar a un instrumento, el músico ya ha volado hacia otro.

Como una abeja en un campo florido, Jacob Collier se lanza hacia uno u otro aparato, graba delirantes sonidos con los que crea melodías enloquecidas y luego las distorsiona, las hace explotar para que surjan del magma sónico infinitas mutaciones que a su vez evolucionan hacia cualquier estilo: rap, funk, canción melódica, coros, jazz, pop. Estilos que duran lo que el cerebro vehemente de Jacob Collier consigue quedar quieto en una melodía.

Dos horas de música intensa, colorista, brillante e iconoclasta, cabalgada por este chaval inagotable, músico de talento y performancer brillante que a veces recordaba al Jim Carrey de la Máscara, salvadas las distancias y las gansadas.

Porque Collier es un tipo serio. Un músico de talento que nos deja entrar en su habitación, nos muestra su inclasificable forma de modelar la música, torturarla, dibujarla y desdibujarla, colorearla, e incluso participar en alguno de sus coros inspirados. Pero por encima de todo es un musico. Y un tipo iconoclasta y genial que sabe empatizar con el público y hacernos pasar dos horas completas participando del proceso creativo de hacer música.

No en vano, en la Master Class que le organizó el Taller de Músics, no quedó ni una plaza libre.